La mesa estaba servida y los Domínguez como cada fin de semana se preparaban para recibir la comida materna de doña Rosa. Fino ritual el de ellos, cada domingo ocupan un lugar en la enorme mesa de algarrobo, solos, sin hijos, ni parejas, asisten al banquete familiar.
En la cabecera estaba el goloso, amante de lo dulce y lo salado, exagerado y comilón.
A la derecha su hermana la anoréxica, haciendo gala de su fina figura, sus negros vestidos y sus aros de acero, del otro lado brillaba la hermosa Clara, la modelo de la familia. Tapa de la revista de moda, sus labios seducen y vomitan por igual.
La bulimia es su secreto y el sostén de su casi perfecto cuerpo.
A continuación estaba Pablo, el cocinero, Lorena la vegetariana y Luis el hermano menor catador de vinos y adicto a las carnes asadas.
En la cocina, mamá Rosa, prepara el suculento manjar.
En cada uno de los platos se destacan la variedad de colores y delicados aromas a hierbas.
Las carnes en pequeños trozos, que podrían ser pollo pescado u otras cosas, dibujan formas y provocan tentaciones.
Las verduras muestran sus verdes, los pimientos aportan el rojo y amarillo, la crema trae el blanco y finalmente las especies le dan un tinte dorado que resalta el paisaje culinario.
Un bocado digno de ser devorado.
En la mesa solo falta Rubén, el padre.
Don Domínguez era un padre terrible y golpeador, su ausencia causaba angustia, pero sin duda su presencia era más dolorosa. Especialista en desplantes, nunca estuvo en bautismos casamientos ni graduaciones.
Sus hijos nunca recibieron nada de él, ellos no lo digerían demasiado.
Pero hoy todo iba a cambiar. Hoy Rubén estaría con ellos para siempre, es que Rosa lo había transformado entre hachazos y cuidados en su plato principal.
Su cuerpo ya era parte del menú del domingo, seguramente todos iban a disfrutar de él y por su puesto ¡Quien va a negarse a comer un plato de comida de la mami!